LA NACION
El miedo moderno a perder identidad
Nuestra opinión: Muy bueno
Silvia Vladimivsky, una coreógrafa que cala hondo cuando muestra el interior del ser humano, traduce en "El nombre" una sociedad descarnada, el mundo ciudadano en el que el tumulto, el vértigo y la presión diluyen la identidad. En ese conglomerado los personajes se entrechocan y en cada toque entre unos y otros se produce un dolor, que, al principio, pasa inadvertido. Tal como sucede con los hombres y mujeres que, aislados por el resto y por sí mismos, no encuentran el meollo de sus personalidades. Traducen angustia y fracaso, acostumbrados a sobrellevar como un peso habitual la agonía de sus problemas y cuestionamientos, indiferentes a los demás. Lo sórdido del ámbito está acorde con lo que traslucen, una tristeza, un cansancio, un ánimo fatalista que son constantes. Sentimientos inexplicables para quienes no conocen qué y quiénes son. Nada más difícil, porque es hurgar en lo que es la vida, que no da tregua en su ritmo, pero es la que a medida que transcurre enseña con la experiencia, sea con hechos felices o negativos. Observar el entorno y al prójimo es una puerta que lentamente se abre para entender algo de lo propio. Todos son espejos y la visión no es comprensiva, sino aguda, despectiva, agresiva. Más esto provoca el contacto, y con violencia contenida el conjunto va reconociéndose, sin dejar de lado sus temores y egoísmos. Por eso, cuando bailan en pareja haciendo una estilización de pasos de tangos piazzollianos, música que implica la dureza del cemento ciudadano, se entreveran con ansia devoradora. La pregunta "¿quién soy?" se oye constantemente. El insulto mudo, la burla, el sometimiento y su contrapartida, el dominio, juegan papeles decisivos. Los movimientos incluyen caídas que implican basta, el deseo fatal de terminar con todo. Pero también se mezclan con los de la fuerza irracional de personas que están a la defensiva. En el trajinar de los diferentes dúos y solos, Vladimivsky inserta en la danza contemporánea aires tangueros y de vals, además de pasos de lucha, levantamientos de piernas que parecen patadas, brazos que se estiran veloces como para dar golpes. En algunos perfila a los ganadores ficticios, una postura que oculta el miedo a afrontar la existencia y a sus congéneres, sobre todo, a meterse en su alma para sacar lo que hay de sombrío en ella. Otros asumen desde el vamos el abatimiento de la víctima, el que permite, sin reaccionar, que la humillación y la descarga feroz de los impunes se consumen. Las escenas son simultáneas. El espacio es como una calle donde pasan distintas cosas al mismo tiempo y donde, por momentos, algunos tienen mayor protagonismo. Soledad existencial Pero, finalmente, la soledad ya no lo es tanto; cierta poesía se filtra en esos seres que han comprendido de a poco que poseen una identidad y pueden lograr la salida de la crudeza cotidiana y el pasado agobiante para afirmarse en el presente y sentirse más libres para encararlo. Sentados en un banco mirando hacia el público, sus caras están distendidas. Parte del texto que dice uno explica mucho de lo que sienten: "Quién soy aquí adentro; aquí donde la oscuridad ni siquiera tiene nombre; quién soy, quién soy". Habla de un ayer en el que había esperanza, alegría, vuelo y fantasía. Pero termina con una palabra esencial: nacimiento. Aun con el bagaje de sus recuerdos y miserias encima, pueden sobrellevarlo. Es más liviano y mirarlo no les provoca tanto temor, porque ya saben de qué se trata.
Silvia Gsell
domingo, 10 de agosto de 2008
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